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Trágica vendimia: rebeldes, sí; terroristas, no (1 de 3)

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Elíades Acosta
Elíades Acosta

En su magnífico libro “Mis relaciones con Máximo Gómez”, publicado en La Habana en 1942, el entonces coronel Orestes Ferrara, un joven abogado internacionalista italiano que luchaba junto a los cubanos por la independencia, reseñó la opinión que los atentados anarquistas en Europa, y muy especialmente el atentado personal en el balneario de Santa Águeda, Guipúzcoa, en el que el entonces primer ministro español, Antonio Cánovas del Castillo, había sido ejecutado de tres balazos por el anarquista italiano Ángel Angiolillo. Es necesario recordar que Cánovas, negado cerrilmente a conceder ni siquiera la autonomía a la isla rebelde, fue quien pronunció la fatídica consigna de “En Cuba, hasta el último hombre y la última peseta”, y había sido el responsable de enviar como capitán general a Valeriano Weyler, responsable de la genocida política de reconcentración, causante de más de 250,000 víctimas mortales, por hambre y enfermedades, entre la parte no combatiente del pueblo cubano.

“La humanidad y Cuba no le deben nada a ese hombre-afirmó Gómez ante los miembros de su Estado Mayor- El valor si lo tuvo, y eso lo redime en parte. Estos actos de terrorismo no los atenúa, a veces, más que el valor. El desinterés hacia la propia vida hace menos repulsivo el delito… Si el matador de Cánovas se presenta a la Revolución, lo entrego a los españoles. La Revolución tiene una teoría de la vida y la muerte que no es la de ese anarquista.

Máximo Gómez tenía toda la razón. La filosofía de lucha de los cubanos, en los 30 años en que pelearon sin tregua por su independencia; la predicada por Carlos Manuel de Céspedes, José Martí, Antonio Maceo y el propio Gómez, excluía la muerte de inocentes, la masacre de prisioneros, las venganzas personales y las matanzas indiscriminadas, tácticas todas empleadas por el ejército español y sus cipayos, los contraguerrilleros cubanos.

En una lucha redentora como aquella, debía cumplirse la idea martiana de que “…la República ha de venir sana desde la raíz”. Los límites morales y los principios importaban más que el vencer a toda costa, sin reparar en medios para lograr los fines. No hay victoria militar, pensaban aquellos próceres, que merezca la pena a costa de una derrota del honor, la moral y los principios.

Otra anécdota de aquellos luminosos días fundadores cuenta la forma destemplada y áspera con que el Generalísimo recibió en su campamento a Armando André, un joven cubano residente en los Estados Unidos que había ingresado en la isla llevando 30 libras de dinamita ocultas en el doble fondo de su equipaje, con el objetivo de volar al capitán general español, Valeriano Weyler, conocido en la prensa como El Carnicero.

Imbuido del espíritu del entonces en boga, de la épica del atentado personal y del golpe rápido y certero arriba, el joven André pensó ser recibido con todos los honores por el curtido combatiente. Y no fue así.

En su libro “Explosiones en La Habana en 1896”, publicado en Cuba en 1901, el propio André narra el dramático momento en que, esperando abrazos, aplausos y palmadas, fue recibido por la acre recriminación y el rechazo de Gómez, quien empezó por preguntarle qué dónde había estado hasta ese momento, cuando la guerra estaba finalizando, y qué ventajas esperaba sacar de la Revolución. Cuando intentó explicar su plan, no le fue permitido. Gómez lo llamó “Don Explosivo” y lo expulsó de su campamento. “¡Lárguese de aquí cuando quiera y váyase para La Habana… ¡Aquí no queremos figurines…No quiero verle más la cara!”- fueron las últimas palabras del viejo caudillo dirigidas a André.

El atentado contra Weyler se realizaría el 28 de abril de 1896. La bomba, con dinamita de muy mala calidad, fue colocada en uno de los servicios sanitarios de la primera planta del Palacio de los Capitanes Generales, donde radicaban varias dependencias oficiales para trámites.

Weyler se hallaba en el segundo piso, departiendo con altos oficiales y periodistas españoles. Aunque fue estremecida por la explosión la silla que ocupaba, no sufrió mayores consecuencias. La explosión causó dos heridos leves. Armando André, el artífice del acto, regresó a Estados Unidos y luego se incorporó al Ejército Libertador, donde terminó la guerra con los grados de comandante. El 20 de agosto de 1925, a escasos meses de la toma de posesión del general Gerardo Machado, y siendo André director del periódico El Día, opositor al gobierno, fue mandado a asesinar por este.

Machado daba inicio en Cuba a una nueva y terrible forma de terrorismo, el de Estado. Batista seré su aventajado discípulo.

Portada del libro de Armando André
Trágica vendimia: rebeldes, sí; terroristas, no (1 de 3)
Armando André.