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Las grandes pasiones: Ernest Miller Hemingway (3)

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Las grandes pasiones: Ernest Miller Hemingway (3)
Las grandes pasiones: Ernest Miller Hemingway (3)

La amistad y la libertad, dos grandes pasiones de Ernest Miller Hemingway, estuvieron siempre en su brújula vital, marcando el inexorable norte de sus actuaciones y aventuras. Por ambas se vio envuelto en peleas callejeras y en persecuciones políticas. Por ellas lo espió el FBI, viajó a dar su apoyo a la República española y tuvo el coraje de afeitarse para llegar de incógnito a Cayo Confites, donde más de 1000 hombre se preparaban para derrocar a la dictadura de Trujillo. Tras esos ideales rebeldes, que eran uno y lo mismo, cotizó mensualidades secretas para el Partido Comunista norteamericano y para el Partido Socialista Popular cubano, y se fundió en un abrazo de montes con Fidel Castro, símbolo de su pueblo en desafiante revolución.

Hemingway nunca fue un hombre de medias tintas, y al abrir, excepcionalmente, su encallecido corazón a alguna persona, lo hizo para siempre y contra todas las ráfagas de la vida. Se podía ser pobre y feliz, como lo fue en los años que vivió la bohemia parisina, devorando libros gratis en la librería “Shakespeare and Company”, de Silvia Beach, pero jamás perdonó la traición, el abuso y la opresión. Sus amigos no fueron los políticos canallescos de labia fácil y cara dura, ni los rutilantes magnates de las finanzas, sino banderilleros y toreros, vascos jugadores de jai-alai, jockeys de los hipódromos, los bármanes del Floridita y el Ritz, peloteros, rumberos de la Playa de Marianao, marinos, contrabandistas, curtidos pescadores de Cojímar y la cayería de Romano, soldados, periodistas alcoholizados y cocineros que, de hecho, eran sacerdotes secretos de ritos culinarios ancestrales. Con ellos compartió lágrimas y carcajadas, su pan, su dinero, su yate, finca Vigía, peligros, botellas de ginebra Gordon, sueños y decepciones. Fue, hasta el final un buen amigo libertario, hombre difícil pero noble. Los más humildes le reciprocaban con devoción.

Su amistad con Manolo Castro, líder estudiantil revolucionario opuesto al bonche gansteril que corroía la Universidad de La Habana, fue un ejemplo de cuánto se entregaba Hemingway cuando calaba en el corazón ajeno y descubría allí las virtudes primigenias de los caballeros andantes. Valiente y combativo, honesto y digno, era Manolo Castro un líder popular de cuna humilde, un deportista aventajado con el que coincidía en el Club de Cazadores del Cerro e invitaba a travesías de bucaneros a bordo de su yate El Pilar, cuando en medio de la Corriente del Golfo ordenaba a Gregorio Fuentes, el patrón de la embarcación: “Capitán Gregorine, ¡hágase cargo del departamento etílico!”

Y trotando sobre esa amistad, y por encima de su obsesivo amor a la libertad, se vio Hemingway un día de un caluroso mes de agosto de 1947, a bordo de una avioneta del Ministerio de Educación de Cuba, rumbo a un punto de la geografía nacional, al norte de Camagüey, cerca del restaurant El Gato Tuerto, donde un cocinero canario cocinaba langostas en la mejor salsa del mundo. A su lado iba Manolo Castro, director de Deportes, cumpliendo órdenes de su jefe bandido, el ministro José Manuel Alemán, designado por el presidente Grau San Martín para coordinar la expedición antitrujillista de Cayo Confites.

Lo que Hemingway presenció fue inolvidable. Su alma, que venía de vuelta después de experimentar todas las sensaciones del mundo, fue inesperadamente estrujada ese día, en aquella coma arenosa en medio de un mar reverberante. En ese pedazo de tierra, antes deshabitado y ahora repleto de hombres armados y mal nutridos, la mayoría cubanos, pero también dominicanos, puertorriqueños, centroamericanos, españoles y norteamericanos, los recién llegados recibieron una bienvenida delirante. Los expedicionarios no pidieron nada para sí preguntando, en alboroto, cuándo zarparía la expedición. Manolo Castro, sonreía a todos, sorprendido por el desborde, dando seguridades de pronta partida. Vestido con un overall militar y un kepi, portando en la cintura una pistola calibre 45, no se apartó un metro de Hemingway que, aparece completamente afeitado en las fotos publicadas en octubre por la revista Bohemia, sin su famosa barba blanca, cubierto por el mismo casco de acero, vistiendo un viejo uniforme y llevando en su mano derecha, la misma ametralladora Thompson conque entró, con la vanguardia del ejército norteamericano en la ciudad de París, liberada de los nazis.

Hemingway creyó que afeitado mantendría el anonimato y pasaría inadvertido. Fue ingenuo al suponerlo, pues su figura era inconfundible. En las fotos publicadas por Bohemia, se le veía eufórico, rejuvenecido por el contacto con aquellos camaradas de armas, motivados por el anhelo de liberar a República Dominicana de un feroz tirano. Aparece detrás de Manolo Castro, de Eufemio Fernández y de Rolando Masferrer. Su cocinera Pepa, tras ver la revista, le comentó lo bien que se veía sin barba en las fotos, y no entendió por qué no le agradeció y, en silencio, se fue a servir un vaso enorme de ginebra con hielo, rumiando algo sobre los conspiradores fracasados.

Cuando la expedición fue traicionada, sus barcos, aviones y armas confiscados, y hechos prisioneros los hombres que no lograron escapar a nado, como lo hizo un joven estudiante de Derecho de nombre Fidel Castro, un periódico como el “Diario de la Marina”, que recibía dinero de Trujillo y Franco, desató una campaña de denuncias contra los implicados, incluyendo a Hemingway, a quien acusó de esconder armas en Finca Vigía y alojar a pilotos norteamericanos y canadienses participantes en el plan. Tuvo que esconderse unos días, mientras su casa era asaltada por un pelotón de soldados y sus rifles de caza confiscados, aunque luego le fueron devueltos.

Prudentemente, Hemingway se marchó por un tiempo del país enrumbando hacia Estados Unidos y luego Italia, no sin antes cargar a bordo de su yate El Pilar todas las escopetas y rifles y hundirlos en la Corriente del Golfo, en medio de un silencio de duelo, casi místico.

Manolo Castro moriría ametrallado por gánsteres, en las calles de La Habana, un año después. Llevaba en el bolsillo solo $0.37 centavos. Hemingway le dedicaría uno de sus relatos más sentidos titulado “The Shot”.