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Las grandes pasiones: Ernest Miller Hemingway (2)

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Las grandes pasiones: Ernest Miller Hemingway (1)
Titular de periódico habanero con acusaciones contra Hemingway por estar involucrado en la expedición de Cayo Confites, 1947.

El mar era una de las mayores pasiones de Hemingway, y más específicamente, la Gran Corriente del Golfo, donde pescaba agujas y los peces se podían coger con la mano, atontados por la maravilla del filo donde confluían los chorros interminables de aguas frías y calientes. Nadie como él lo gozó más ni supo apreciarlo como metáfora de la libertad, siempre en movimiento, si excluimos a los comerciantes fenicios, los pescadores de perlas de Filipinas y los grandes navegantes vikingos.

No está documentado, y es una pena, el primer encuentro de Ernest Miller con las olas, la arena y el horizonte infinito donde el cielo se desdobla. De haberse hecho, hubiese quedado registrada la memoria de un susurro donde los dioses paganos auguraban al niño que sobre aquellas aguas fundaría su reino y de sus profundidades extraería las páginas de obras que le ganaron en 1954, y bien ganado, el premio Nobel de Literatura.

Vivió en el mar, lo persiguió por Cayo Hueso, Bimini, el Mediterráneo y la cayería de Romano, en Cuba. Era leal con sus habitantes. Daba oportunidades a los peces para competir con él por la sobrevida; los respetaba como a iguales; podían vencer, y eventualmente vencían. “El hombre no está hecho para la derrota. Un hombre puede ser destruido, pero no derrotado”, resumió en la sabiduría de Santiago, en “El viejo y el mar”, o sea, su propia sabiduría, la alcanzada en medio del oleaje por un Hemingway renegrido por el sol del Caribe, desnudo y borracho en el puente de su yate “El Pilar”, desde el que pescó no solo grandes agujas, sino también submarinos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial.

En finca Vigía, en San Francisco de Paula, a 24 kilómetros de La Habana, a un costado de la piscina, se conserva intacto “El Pilar”, aún oloroso a todos los mares de la tierra, legado en herencia a su fiel patrón, el canario Gregorio Fuentes. Dentro de la mansión señorial, desde cuya torre se puede divisar el mar y olfatear la tibieza de la Corriente del Golfo, vivió este semidios, obsesionado con atrapar y definir al Gran Río Azul. Es un texto, ya se sabe, que aunque publicado en 1935 parece brotado muchos años después, de una mañana cualquiera, cuando Hemingway se levantaba en la finca mordiendo la resaca del día anterior, y escribía desnudo, de pie sobre la piel de un animal africano, siempre con lápices afilados y sobre tres páginas en blanco puestas por la servidumbre en una repisa de su habitación, que se incluye, como de contrabando, dentro de su obra “Las verdes colinas del África”:

 “… cuando está solo en el mar y sabes que esta Corriente del Golfo, con la que estas viviendo, aprendiendo y amándola, se ha movido como se mueve ahora, desde antes del hombre y que ha pasado  junto a las playas de esa larga, hermosa, infeliz isla, mucho antes de que Colón la avistara, y que las cosas que averiguas sobre ella y que los que siempre han vivido de ella son permanentes y poseen un valor, porque esa corriente seguirá su curso, como lo ha seguido siempre, después de los indios, después de los cubanos y todos los sistemas de gobierno, o cuando la riqueza, la pobreza, el martirio, el sacrificio y la banalidad y la crueldad hayan desaparecido…”

No eran las palabras delirantes del día después, las que salen reptando, como diría Lorca, “del fondo de una botella”, sino las de un hombre rudo y bueno, enamorado de las causas justas y desesperadas, como lo demostró viajando como corresponsal a España, en medio de la feroz defensa de la República asediada por manadas de nazis, inquisidores, fascistas locos enamorados de la muerte y enemigos jurados de la inteligencia, cipayos moros y quintacolumnistas; o cuando se apareció en Cayo Confites, en 1947, a bordo de una destartalada avioneta, acompañando a su buen amigo Manolo Castro, designado por el presidente Grau San Martín como enlace  entre su gobierno y los expedicionarios de aquel torpe y mastodóntico intento de derrocar a Trujillo por las armas, o cuando expresó públicamente su apoyo a la Revolución  de Fidel Castro, o cuando donó el medallón del premio Nobel a la basílica de la Vírgen de la Caridad del Cobre, patrona del pueblo cubano.

Cuando se levantó aquella brumosa mañana del 2 de julio de 1961 en su cabaña de Ketchum, Idaho, lo hizo con toda delicadeza, para no despertar a Mary Welsh, la esposa que dormía a su lado. Se deslizó a la primera planta, con la sigilosa habilidad que mostraba al arrastrase por la planicie de hierba rala, mientras cazaba kudos en el Serengeti, y abrió con su llave el mueble donde guardaba sus fusiles y escopetas…

El disparo atronó la casa y levantó de un salto a Mary Welsh, que corrió a abrazar su cuerpo desmadejado, intentando infundirle la vida que lo abandonaba. Pero Ernest Miller Hemingway no estaba allí sino muy lejos, invicto, zambulléndose para siempre, en la Gran Corriente del Golfo, en el eterno río azul que conocieron los indios, Colón y pescadores como el viejo Santiago.

Fotos tomadas por el autor en el 2007, en Finca Vigía. Trofeo de pesca ganado por Hemingway en una competencia e imágenes de su yate “El Pilar”, junto al cementerio de los gatos.