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Comunicación estratégica: Pasiones privadas y emociones públicas

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Alfredo Kramarz
Alfredo Kramarz

Tal vez sea cierto que la dialéctica “público/privado” carece de interés en una época en la que convergen ambas esferas. Pareciera que dicha tensión perdió su funcionalidad, tiene escasa precisión analítica o es, simplemente, un resabio del pasado. Este es un diagnóstico certero si observamos como las plataformas digitales premian la exhibición de lo que antes era considerado íntimo.

Mantener la vigencia de la separación “público/privado” obliga a preguntarse por la existencia de una agenda y tono adecuado para cada ámbito. Considero que la conversación online hace porosa esa frontera y señala lo engañoso de la división. La dificultad de discriminar -en toda circunstancia- cuales son los contenidos apropiados devalúa la posibilidad de cerrar tajantemente la discusión.

El desplazamiento de lo cognitivo por lo emotivo se analiza con preocupación y suele caracterizarse como ejemplo de irresponsabilidad. Es como si lo público debiera ser ajeno a los elementos afectivos e irracionales y concentrarse en aquellas razones que no estan sujetas al sentimiento. Una discusión que suele desembocar en valorar como degradación la colonización de lo público por lo privado y en ponderar sus graves efectos institucionales o sociales. 

Infinidad de acontecimientos revelan que la opinión pública es un escenario privilegiado para la polarización afectiva y que las sociedades decentes no pueden renunciar a la defensa emocional de sus principios. Es cierto que las emociones reactivas -por ejemplo, el resentimiento- tienen la facultad de crear subjetividad política y suelen imponerse a los modos de compasión cívica. Este es un análisis correcto si pensamos que las democracias son sistemas que deben alcanzar amplios consensos tras discusiones libres y abiertas. 

Sin embargo, es absurdo defender que las democracias liberales sólo pueden recibir reproches con argumentos enteramente racionales y resulta curioso la exhibición de desconfianza -por parte de los poderes públicos- hacia una opinión “embriagada” de emociones. Es difícil imaginar que la confrontación sea siempre algo formal y que sus imperativos sean los propios de la ciencia. A menudo, las formas de reconocimiento se alcanzan después de un combate donde las ideas conviven con experiencias cuya articulación es también de carácter emocional.

Las plataformas digitales suelen promover reacciones psicológicas intensivas y hacen de las emociones como la envidia o la vergüenza sus principales factores de atracción. Ese elemento explica las reacciones espontaneas de admiración u odio ante ciertas publicaciones en red y la caída de las barreras del decoro. A veces, lo grosero se confunde con lo transgresor y sobresalir en ese aspecto genera aplausos, rechazo o desconcierto. Una extraña libertad ligada a lo que la tradición clásica llamó mal gusto.

Ese punto es el elegido para desvirtuar el papel de la emoción en la conversación. Como si la rivalidad fuese entre personas racionales que salvaguardan el prestigio de la comunicación pública y las actitudes de quienes profanan ese canal sagrado para las democracias consolidadas. A través de las bondades de la razón puede disimularse el fracaso de atender a ciertas demandas cuya expresión no es la palabra precisa y en las que el lenguaje corriente demuestra su astucia. 

Quizá lo digital recrudece algo que todos sabíamos: las emociones tienen la capacidad de reclutar más adeptos para sus causas.